

Feliç Sant Jordi
23 d’abril de 2023


Aroa Gauchia
Una historia en Sant Jordi
Hoy, sin duda, era mi día favorito del año, más que la Navidad, el último día de clases, incluso, mi cumpleaños… Para todos los locos de la lectura, hoy, era nuestro día, sin duda alguna. Hablo de Sant Jordi, un día de primavera con la temperatura justa para salir a pasear por el centro de Barcelona y mirar todas y cada una de las paradas que se encuentran en Rambla Catalunya. Es una celebración tradicional donde la gente celebra que quiere con libros y rosas. Pero, desde hace un año, ya no era lo mismo. Solo me vienen malos recuerdos de ese día. Ya no regalo libros, ahora solo regalo flores.
Era el 23 de abril del año anterior y yo estaba dispuesta a compartir esta celebración con mi madre y hermano. Como cada año, cogimos el metro y nos bajamos en el centro de Barcelona. Yo, rodeada de flores, libros y gente que quería era la persona más feliz del mundo, hasta que los siguientes 30 minutos lo destrozaron todo.
Bajamos todo recto hasta llegar a Rambla Catalunya y allí mi madre me compró un ramo de tulipanes rosas y blancos, y un libro a mi hermano pequeño. Estaba realmente feliz y disfrutando del momento, hasta que ocurrió lo último que pensé que podría suceder ese día. De repente, vi cómo una masa de gente corría en avalancha hacia nosotros y, arriba de la rambla, una furgoneta blanca avanzaba en nuestra dirección. Entré en pánico. No pude reaccionar. Solo noté una mano cogiendo mi camisa e impulsándome a correr. Era mi madre, que nos chillaba. Nos dijo que corriéramos a mí y a mi hermano, pero había tanta aglomeración de gente que no podíamos pasar. Mi hermano y yo intentamos escabullirnos entre la multitud e intentar llegar lo más lejos posible, pero mi madre no nos seguía el ritmo y no podía avanzar con tanta facilidad. De golpe, noté cómo nuestras manos se soltaron y supe lo que eso significaba. Mi madre se había quedado atrás. Me giré y allí la vi, totalmente inmóvil y sin intentar ya correr. Se había rendido y no quería relentizarnos el paso. Me chillaba, pero no la escuchaba, solo le miraba los ojos y, en su mirada, pude ver todo lo que me intentaba decir. De alguna manera, me miró con nostalgia y amor. Supe que se estaba despidiendo, afrontando lo que sucedería. Sentí que mis lágrimas empezaban a caer por mis mejillas y manchaban mi vestido. Mi mente hacía minutos que no procesaba nada, pero ese momento se quedó clavado en ella. Ese amargo instante duró los minutos justos para salir corriendo de la mano de mi hermano, aunque para mí eterno.
El tiempo se aceleró, ya no controlaba ni mis emociones ni actos, solo hacía que correr. Nos metimos dentro de una tienda y nos quedamos allí esperando a que nos dejaran salir. Cuando volvimos a pisar la calle, todo era diferente, una intranquila paz se había apoderado de las Ramblas. Solo se escuchaba el sonido de las sirenas que subían y bajaban por todo Barcelona centro. La primera imagen que vi de esas calles fue a la gente herida en el suelo, todas las paradas de Sant Jordi reventadas y pétalos de flores en el aire, que suponía que había levantado el viento. Una imagen demasiado trágica. Con angustia, busqué con la mirada a mi madre, a ver si estaba entre la gente. No la vi. Allí me di cuenta de que no la volvería a ver y que realmente ese había sido nuestro adiós.
Y ahora me encuentro delante del monumento del atentado, un año después, y no sé qué decirte, ni qué pensar, ni cómo dejarte ir. Solo puedo regalarte las flores que siempre nos regalábamos este día y esperar a encontrarnos de nuevo. Me tomo este momento para hacer la despedida que nunca tuvimos. Vamos a estar bien, mamá, cuidaré de él, te lo prometo.
Marina Valencia
Una historia en Sant Jordi
Aquel día era uno de esos que alimentan vanas ilusiones. Las palabras eran engullidas por sus ojos esquivos mientras sus dedos acariciaban la rugosidad de la página. Una voz ronca, contaminada por una perezosa sonrisa, se materializó en aquel diminuto espacio que la rodeaba.
Con una cristalina mirada despreocupada y una enmarañada masa de cabello azabache, un robusto hombre de tal altura que podría compararse con un pequeño gigante escondido en los recónditos de la humanidad se situaba ante ella, preguntándole por el misterio que reflejaba la personalidad, que irradiaba desde lo más profundo de su ser.
Las palabras premeditadas surgían a borbotones de su boca con un fingido sentimiento de intensidad; su cara atónita mostraba una falsa alusión de soñar despierta, había deseado incontables veces con gozar de un momento como ese, con un hombre como el que tenía delante, con una expresión risueña en su rostro que sería capaz de seducir a cualquier persona a la cual fuera destinada.
Entonces, la duda afloró como flor en primavera: por qué si cada suspiro había ido dirigido hacia ese momento durante tanto tiempo, ahora sentía un enorme vacío y melancolía en el pecho.
¿Por qué sus piernas flaqueaban? ¿por qué sus lágrimas se derramaban por un falso sentimiento de honestidad? ¿por qué no podía permitirse el hecho de no sentirse invisible? ¿por qué todo su entorno la atormentaba? Estaba en un bello lugar, notaba sus pies descalzos sobre la hierba… o eso creía, ¿por qué no sentía verdaderamente esos frágiles besos que le otorgaba en los pies que tantas infantiles risas le habían provocado?
Fue una exclamación ahogada, la respuesta que ella le proporcionó al marcharse. Fue el vértigo de la emoción de contemplar una nueva vida ante sus ojos, se dijo, aunque al momento sintiera el amargo sabor que te proporciona una piadosa mentira hacia uno mismo.
Intentó distraerse con esas apabullantes preguntas que rondaban por su cabeza, pero no podía negar esa, el origen de todas esas dudas que le abrumaban ¿por qué sentía que no pertenecía a esa realidad?
Turbada, se sumergió en el helado lago que adornaba la pradera. Todavía el agua no se había calentado. Estaba a finales de abril, pero haría cualquier cosa humanamente posible para volverse a sentir de ese mundo.
Los golpes por parte de la sinceridad provocan unas heridas en el alma que tan solo logran cicatrizar con dolor y tiempo.
Helada, volvió a abrir los ojos. El agua de la ducha estaba congelada, salió tiritando de frío y se miró al espejo, un deformado reflejo le devolvió el llanto. Se había acostumbrado tanto a soñar despierta, que en cualquier oportuno momento repetía las escenas de los tantísimos libros que había devorado.
Después de vestirse despacio, coger varias cosas y cerrar con llave la puerta de su casa, se dirigió hacia la feria del libro que se celebraba en su ciudad con motivo de conmemorar el día de San Jordi. Al encontrarse en el lugar, sacó de su bolsillo un papel donde tenía apuntado todos los títulos de las novelas que deseaba comprarse.
Fue al primer puesto, y rebuscó, hasta toparse con una portada negra con una gran insignia que contenía un pájaro dorado.
— ¿Los juegos del hambre? ¿Qué tienes, doce años? — preguntó una voz burlona tras ella. Al girarse, pudo verle, con una sonrisa descarada en la cara, aquel individuo que irónicamente llevaba unos cuantos cómics en las manos.
— Lo dice el que no tiene ni un solo libro en la mano – dijo sarcásticamente.
Él le respondió con una sonora risa. No supo si era el momento, si era que se encontraba terriblemente deprimida o puede que fuera que aquel sujeto le ponía de los nervios, pero pensó que, por una vez, la realidad superaba a la ficción en el momento en que ella le propuso ir a tomar un café y él aceptó.
Minerva Miñán
Una historia en Sant Jordi
Estaba emocionada, su día preferido del año, un día dedicado a la belleza del arte de escribir, del amor, de regalar arte… Aparte, lo iba a pasar con una de las personas más importantes para ella en ese momento. Mientras caminaba, sentía que el corazón se le iba a salir por la boca y no dejaba de preguntarse a sí misma si a aquel exigente chico le gustaría el libro. Había escogido uno no muy extenso, ya que sabía que la lectura no era una de las pasiones de su amante. No obstante, había pasado una hora en una librería hojeando y comparando libros para escoger el adecuado hasta que dio con el definitivo. Era una novela corta, apenas tenía ciento cincuenta páginas. Dicha novela contaba la historia de unos hombres que se dedicaban a resolver crímenes en Londres.
Llegó al lugar donde habían quedado y esperó, esperó y siguió esperando hasta que por fin apareció. Miró el reloj. Solo habían pasado treinta minutos, pero se le habían hecho eternos. En cuento lo vio, no pudo evitar sonreír, y más al ver que llevaba una rosa en la mano. Una rosa para ella, solo para ella. Aquel simple, a la vez que típico, gesto en aquel día la hizo sentirse como en una nube, embriagada de lo que, hasta aquel momento, había pensado que podría llegar a ser amor.
Cuando le dio la rosa, ella le dio las gracias unas diez veces mientras lo abrazaba de manera efusiva, aunque no le parecieron suficientes veces. No podía contener la emoción y el agradecimiento que sentía en el momento. Él, sin embargo, se mantuvo calmado, cosa que desanimó a nuestra protagonista. No mostró ni la mitad de emoción que ella pero, como no solía hacerlo, intentó no darle importancia. Era una cosa que solía hacer. Pero intentaba autoconvencerse de que, simplemente, tenían formas diferentes de expresar lo que sentían.
Dieron un pequeño paseo mientras ella hablaba de todo lo que se le pasaba por la cabeza. Decía que quería ser escritora, y que alguien regalara su libro en Sant Jordi como muestra de amor. Él rio, le dijo que se le hacía demasiado fácil soñar, y que los escritores no tenían demasiado futuro hoy en día, que prácticamente nadie leía libros ya. Sin ninguno saber realmente por qué, esa conversación, que de primeras parecía inocente, derivó en una discusión. Ella le dijo que no confiaba ni creía en ella y que, algún día, conseguiría mucho más de lo que él pensaba. Alzando la voz, él simplemente respondió que nunca llegaría, que se limitaría a ser una simple profesora de literatura, que no tenía talento y que su utópico futuro sería simplemente un sueño frustrado, una vida que no viviría nunca. Con lágrimas en los ojos, tiró la rosa al suelo y le gritó que no la volvería a ver nunca más y, por suerte o por desgracia, así fue.
Pasaron diez años. Barcelona seguía igual, en otro Sant Jordi igual. Él se encontraba caminando de vuelta a casa. Este año, le había regalado una rosa a la mujer con la que llevaba ya unos meses viviendo.
Se adentró en Paseo de Gracia, concienciado de que tendría que esquivar a gente que no miraba por dónde iba, a muchos puestos de rosas, y a otros muchos de libros. Igual que cada año. Había casetas en las que las editoriales organizaban firmas de autores de libros famosos, y siempre se formaban unas colas enormes.
De pronto, la vio Su simple presencia de lejos había hecho que se quedara completamente congelado. Sintió como si se le hubiera parado el corazón.
Y la vio sentada en lo que parecía una cómoda silla. La vio tan preciosa como siempre, con esa magnitud y esa belleza que hubieran derretido el corazón del más fuerte de los piratas. La vio con esa naturalidad y esa alegría que la había caracterizado siempre. La vio y el mundo dejó de girar por un instante.
En su cabeza era diez años más joven, cuando podía tocarla y besarla tanto como quería. En su cabeza volvió a ser ese adolescente orgulloso que no lo admitió nunca, pero que encontró un refugio cuando se estiró en su pecho. En su cabeza eran diez años más jóvenes. Él la miraba a ella y ella miraba su rosa antes de irse corriendo con imparables lágrimas corriendo por su cara.
De repente, volvió a la realidad y la vio mejor que nunca. Estaba sentada, firmando libros y haciéndose fotografías con multitud de desconocidos. Lo recordó todo. Ella había conseguido lo que se había propuesto diez años atrás.
Y la vio, un día de Sant Jordi, pero diez años después. La vio pura y delicada, como si el tiempo no hubiera pasado. Quiso entrar, pero no lo hizo. Había onocido el amor, pero no lo había sabido mantener entre las manos. Ella le pareció un ángel.
Después de eso volvió a su casa, y todo siguió igual, pero nunca más se volvió a sentir como aquel 23 de abril.
Natalia Pairot
Una historia en Sant Jordi
La gente corría de allí para allá, cargando sus maletas y bolsos. Diferentes voces se escuchaban por el altavoz y yo sin saber dónde estaba. El alboroto reinaba en aquel sitio. Así que decidí sentarme en uno de los pocos bancos que vi. Había gente con ordenadores tecleando como si no hubiese un mañana, otras durmiendo, comiendo, incluso tocando instrumentos… Delante de mí había un gran ventanal, a través del que se veía un campo muy extenso, aviones despegando y aterrizando. Mi móvil vibró. Había un mensaje: “ya estoy aquí <3”. En ese instante mi piel se erizó, giré por todos lados, y mi desesperación fue en aumento. Reconocí una voz familiar. En efecto, era él, con su cuerpo corpulento. Se diferenciaba entre la multitud su pelo rubio alborotado; era alto e iba cargado con una bolsa y su maleta. A medida que se iba acercando, mi corazón se iba acelerando. Con manos sudorosas lo saludé, y un hola, con torpeza, se me escapó. Él me respondió con esa risa que podía ver a todas horas, sin tener nada más que hacer. Cuando estuvimos cara a cara, él me besó. Ese beso con un único significado: te he echado muchísimo de menos. Sus dedos se entrelazaron con mi pelo, y mis manos posadas debajo de la oreja. Me separé de él, y le di un fuerte abrazo. Esos meses sin verle se me habían hecho eternos. Me aparté un instante de él para entregarle el libro que me había dejado al irse de viaje, el libro era de tema amor juvenil. Era una tradición que, cada año, uno de los dos le dejaba el libro que más le hubiera gustado en el año al otro.
De vuelta a casa, cogimos un taxi y, durante todo el trayecto, me contó todas las cosas que había hecho. Sus expresiones desde que me fui, no habían cambiado: todavía tenía ese hoyuelo al sonreír y los ojos se le achinaban cuando contaba sus mayores ilusiones. Me contó anécdotas que había vivido en Londres, me explicó que cerca de donde estaba alojado había un campo lleno de rosas, con todas sus tonalidades, desde rojo intenso hasta el rosa suave, el blanco puro y el amarillo brillante. Siempre que lo veía, le recordaba a mí, con sus pétalos suaves y sedosos.
El taxi se paró delante de la puerta, y con mi ayuda recogimos todo su equipaje. Allí dentro, nos dirigimos al salón, pequeño y acogedor, con su sofá, una mesa pequeña de tomar algo, y delante un gran televisor. Las paredes estaban vestidas de cuadros de familiares y amigos, con algunas estanterías.
Estábamos los dos sentados en el sofá. Me dirigí a la cocina para abrir una botella de cava y celebrar su llegada. Serví dos copas, y me dirigí de nuevo al sofá. Brindamos, y le conté las cosas que había hecho esos meses. Las horas pasaron hasta que fue la hora de comer.
Pensamos en diferentes platos que podríamos hacer. Al final nos decantamos por seguir un videotutorial (sí lo sé, estas cosas siempre acaban mal). El plato consistía en hacer el rosbif con cebolla confitada y gajos de manzana. En nuestra primera cita, eso fue lo que comimos. A cada paso se nos iba complicando, haciendo que casi se nos incendiara la cocina. A los dos nos entró un ataque de risa, casi había olvidado lo que era cocinar con él y las maneras con las que podíamos acabar los dos. Mi tiempo en esa cocina con él fue acogedor, aunque sentí que, de repente, él actuaba de forma extraña. Se había concentrado demasiado en limpiar las cosas y casi no me había dicho nada. Decidí pasarlo por alto, porque supuse que querría tener un tiempo a solas para pensar todos estos meses. Acabamos de emplatar y nos dirigimos a la mesa, que estaba adornabacon una sencilla amapola, que él me había regalado por mi cumpleaños.
Acabamos de comer, cuando, de repente, él se levantó y se fue hacia su maleta, de donde sacó una flor. Sus manos delicadas sostenían una rosa, aquella rosa que puso punto final a esta historia.
Laura Bolilán

Enya Malagelada
Una historia en Sant Jordi
Buenos días. Mi nombre es Amapola, nombre curioso por venir de donde vengo, ya averiguaréis después el porqué. Hoy es 23 de abril, un día muy especial, ya que mantengo una relación a distancia desde hace varios años en la que solo podemos disfrutar de nuestra compañía el día de hoy. Una vez al año, puedo volver a sentir cómo me palpita el corazón cuando lo veo. Todavía sigue poniéndome igual de nerviosa que el primer día, hasta hace que me caigan algunas gotas de sudor, siempre acabo mojando la camisa.
Amanecí espléndida. Me vestí con un conjunto verde y una falda roja con volante. Me maquillé, me perfumé con aroma de lirio y me subí al cubo (nada extraño, así llaman a mi vehículo).
Una vez llegué allí, me planté en mi paradita, como siempre, a esperar a que llegara mi amado.
Él siempre se preparaba la noche antes y dormía en la furgoneta, listo para arrancar a altas horas de la madrugada para llegar a tiempo para verme, y poder pasar el día juntos. Vestía siempre con camisa y vaqueros blancos y una gabardina, cada año de un color diferente, dependiendo de las compras y las ventas que hubiera realizado ese año. Es hombre de negocios, se le da muy bien enganchar a la gente tan solo con un pequeño resumen de lo que les podría aportar.
Cuando ya tuve la imagen clara de cómo lo volvería a ver, apareció él, tan recto pero tan interesante, colorido y detallista como siempre. Este año se presentaba de blanco con una gabardina color azul cielo, eso significaba que durante estos últimos meses había aumentado su demanda y, por tanto, su número de ventas. Me miró y me sonrió, tan pícaro como siempre. Sin darme cuenta, empecé a llenar de sudor la camiseta. Estaba nerviosa, ya que nuestro día juntos acababa de empezar. Cada año ansío más que llegue este día, pero a la vez quiero que no llegue. Que empiece este día implica también que termine, y esperar otro año para estar juntos. Pasamos un día maravilloso. Las miradas desde nuestra pequeña paradita eran un no parar, hasta que, de repente, ocurrió lo peor. Nosotros éramos el referente de lo que allí se vendía, pero ese día se quedaron sin reservas y vi cómo se lo llevaban con mis propios ojos. De repente, vi cómo ese monstruo, que se había llevado a mi novio, se acercaba a mi tienda y se disponía a llevarme también con él. Os preguntaréis qué pasó después, pues bien, acabamos viviendo juntos y compartiendo días y momentos con este maravilloso monstruo. Cuidaba de mí y estaba enganchado a las historias de mi pareja. Así fue como Larry el libro y Amapola la rosa consiguieron, después de años, ser felices para siempre.
Mariona Noguera
Una historia en Sant Jordi
Un día como hoy, hace un año, aún estaba ingresada en el hospital por aquel grave accidente de moto que había sufrido. Aún recuerdo ese día como si fuera ayer. Llevaba casi un mes tumbada en aquella camilla del mismo hospital donde nací, la Clínica Corachán. Poca gente me había venido a ver esos días que llevaba hospitalizada, pues entiendo que no es agradable ver a una persona con su cuerpo repleto de heridas y cubierto de vendas. Pero ese corto periodo de tiempo me sirvió para darme cuenta de que las personas que me rodeaban y decían preocuparse por mí, realmente no lo hacían.
Todo cambió cuando llegó el 23 de abril. Ese día fue diferente. Pues resulta ser un día especial, el día de San Jordi. Mucha gente vino de visita al hospital a ver a sus seres queridos, a felicitarles ese día, y a traerles algún detalle. Sorprendentemente, mucha de esa gente vino expresamente a mi habitación para darme una alegría. Varios compañeros y compañeras de mi clase vinieron a visitarme y traían con ellos un ramo de rosas, así siguiendo la tradición del día; antiguos compañeros y compañeras de mi otra escuela y de antiguas extraescolares también decidieron venir a verme, y todas y cada una de esas personas venían con una rosa en la mano. Al final del día, tras haber recibido también la visita de muchos familiares, como mis abuelos (aunque estos sí que habían estado viniendo durante estas semanas, ellos siempre han sido muy atentos), mis primas e incluso mis tíos, toda mi habitación estaba decorada con rosas por todas partes, de diferentes colores.
Estaba cansada, pues no estaba acostumbrada a las visitas y menos estando tan enferma como me encontraba en ese momento, dado que me encontraba en una situación un tanto crítica. No solo estaba cansada de las visitas, sino que además estaba cansada de tantas flores. Por supuesto que apreciaba el detalle de que hubieran pensado en mí y el gesto que habían tenido conmigo, pero ese día no representa simplemente una rosa, sino que también es conocido como “El día del libro”. Solo aquellas personas que realmente me conocían sabían mi verdadera pasión por la lectura, y lo mucho que significaba para mí poder leer un buen libro de amor, pudiendo pasar y disfrutar sus páginas. Mi madre, una vez más, fue la que interrumpió mis pensamientos, pero siempre haciéndolo con alegría y amor. En cuanto acabó de trabajar, cogió un taxi para poder venir a ver a su hija mayor al hospital. Es la única persona que cada año me regala un libro en este día, y el año pasado no fue menos. Me regaló el siguiente libro de la saga que me estaba leyendo antes de ingresar, llamada Mi Error. Me hizo muchísima ilusión, pues una vez más me demostró que ella no será nunca la que me falte.
Mi día no había acabado aún. Ese día mi padre trabajaba en el turno de tardes, y al salir le tocaba quedarse a dormir conmigo. No fue hasta las once de la noche que llegó, pero no vino solo. La otra persona que sigue demostrándome constantemente su presencia con pequeños actos es él. Pues sabe lo mucho que me gusta dormir con peluches desde el día en que me tuvieron en ese hospital, y para conmemorar ese día, trajo consigo un peluche de un osito blanco que tenía en su pecho bordado “Te quiero”.
Al fin y al cabo, este día tan especial no perdió su esencia ni en una situación como esa.
Abril González

Luna Tormo
Una historia en Sant Jordi
Podría decir que hoy era un día como otro cualquiera, pero estaría mintiendo. Realmente, no me reconozco. Y si hablases con cualquier persona de mi entorno más cercano, pensaría lo mismo que yo.
Nunca me han gustado las redes sociales. Desde bien pequeña, me han parecido un abuso de la intimidad y la privacidad de las personas, y una vía fácil para introducir más estereotipos en la sociedad. Este tipo de redes siempre me han causado repulsión. Pero hay más: las redes sociales que se utilizan para encontrar pareja. Esas están en otro nivel. Siempre he pensado que utilizar una aplicación con el objetivo de encontrar a alguien con quien estar el resto de tu vida es desastroso. ¿Qué clase de persona desesperada buscará al amor de su vida a través de una pantalla? Pues sí. Esa soy yo. No sé cómo, ni en qué momento decidí instalarme Meetic, y no solo eso, sino que también pensé que sería una buena idea teniendo en cuenta la nefasta opinión que tenía yo sobre este tipo de actuaciones.
Así pues, me encaminé hacia la cafetería donde habíamos quedado. Opté por ponerme un modelito básico; pelo recogido, camiseta ajustada, pantalones acampanados y unas Converse. Tampoco quería llamar demasiado su atención. Llegué bastante rápido, ya que el lugar donde habíamos quedado se encontraba solamente a dos calles de mi apartamento. De todas maneras, yo siempre era puntual, así que me veía venir que iba a llegar antes que él.
Estuve esperando unos diez minutos. Estaba claro que la puntualidad no era lo suyo ni aun tratándose de una primera cita. Fue entonces cuando vi aparecer a un chico de pelo castaño claro, ojos verdes y una gran sonrisa que destacaba en su rostro. Se acercó rápidamente, y antes de que pudiese decir nada, me pidió perdón por la tardanza. Yo acepté sus disculpas, aunque creo que pudo apreciarse en mi cara que estaba molesta por lo sucedido. Aun así, no dije nada.
El tiempo que estuvimos juntos fue muy ameno. Ambos nos presentamos y hablamos un poco de cada uno para poder conocer con más profundidad. Era un chico algo nervioso, aunque no sé si era por la presión del primer día. El caso es que Jonathan tenía algo que me gustaba, aunque no sabía muy bien qué era. Así pues, llegué a mi casa satisfecha con el encuentro.
Durante los días siguientes, seguimos hablando, incluso por videollamada. Y no solo eso, sino que volvimos a quedar en un par de ocasiones más. Todo parecía avanzar cada vez más.
Estábamos a día 22 de abril, hacia cuatro meses de nuestro primer encuentro y decidí tener un detalle con él por el día de Sant Jordi. Me acerqué a la librería más grande de la ciudad, y me puse a hojear los cientos de libros que había allí. Y aunque en principio solo iba a ser un detalle, acabé saliendo de la librería con tres libros relacionados con la historia, ya que me había comentado en varias ocasiones lo mucho que le apasionaban esos temas.
Al día siguiente, día de Sant Jordi, quedamos en encontrarnos en la cafetería en la que habíamos quedado por primera vez. Y esta vez, he de decir que fue muy puntual ¡Vaya que si fue puntual! Estaba en la misma mesa del primer día, con un ramo de flores que ocupaba prácticamente toda la mesa. Me quedé parada en la puerta. No supe reaccionar. Me acerqué lentamente a la mesa con una expresión en la cara que ni yo misma sabría describir. Me tendió el ramo de flores y, a la vez, yo le di los tres libros que le había comprado. Y he de decir que también se sorprendió.
Mi madre me llamó, nos teníamos que ir ya. Así que, aunque me faltaban un par de páginas para acabar esa novela, saqué el monedero del bolso y compré el libro que rápidamente había leído en el puesto que ponían en la plaza de la ciudad cada año por Sant Jordi. Ya tenía regalo para el día 23.
Nerea Solé
Una historia en Sant Jordi
El calendario marcaba 23 de abril, un día festivo y dado a conocer alrededor del mundo debido a la gran importancia y significado que tiene en tierras catalanas.
Personalmente, disfrutaba de este día como el más bonito del año y siempre irradiaba felicidad cuando se acercaba la fecha. Aquel año no iba a ser diferente y quería aprovechar las 24 horas del día lo mejor posible.
Temprano por la mañana de aquel domingo, me encontraba arreglándome para estar todo el día fuera de casa. Una vez preparada, me detuve en la entrada de mi pequeño apartamento situado en el centro de la ciudad y hojeé una pequeña carta junto a una rosa brillante. —Qué atento y cariñoso es—, pensé.
Con una amplia sonrisa, me dispuse a salir de casa y adentrarme en el corazón de Barcelona, donde se podía oler el ambiente de San Jordi a tan solo kilómetros. Lo había planeado todo con cautela para que saliera bien, sin siquiera olvidarme de ningún detalle.
Me adentré en mi cafetería favorita para pasar gran parte de la mañana. Aunque tenía pensado pedirme lo de siempre, me decidí por el menú especial de Sant Jordi, incluyendo un ‘’Iced Coffee Latte’’ y un croissant de frambuesa, dedicado al color estrella de aquella festividad.
Mientras desayunaba con mi canción favorita de fondo, me detuve a presenciar unas vistas increíbles de la Sagrada Familia, pudiendo sentir el ambiente de la ciudad con tan solo dar una ojeada a las calles.
Una vez terminado mi café y mi dulce, me dirigí a La Casa del Libro, mi sitio ideal para pasar horas y horas entre novelas y diversas historias. Tras meditarlo bastante, me incliné por comprar dos libros de María Martínez que me habían llamado la atención desde el primer momento.
Después de haber comprado una preciosa rosa por tradición, me encaminé hacia las Ramblas para dar un largo paseo por ellas. Adoraba caminar por Barcelona en esta fecha. Todo estaba repleto de pequeños puestos con flores, libros y demás para regalar. La felicidad del entorno y de las familias se contagiaba y me hacía sentir viva.
Sin darme apenas cuenta, acabé en el Parque de la Ciutadella, mi favorito de toda la ciudad, después de haberme recorrido gran parte de las Ramblas. Sin pensarlo dos veces, decidí quedarme allí para respirar tranquilidad y descansar.
Tomé la comida que me había preparado antes de salir de casa y un libro de los que había comprado horas antes. Siempre había querido tener una tarde así y aquella fue perfecta. Las horas pasaron volando y antes de que pudiera percatarme, ya era muy tarde como para seguir leyendo.
Mientras volvía a casa por el Puerto Olímpico con mis libros en una mano y una rosa en la otra, pude contemplar el atardecer que estaba dando cierre a aquel día y me sentí llena y feliz, teniendo el momento que siempre había soñado y habiendo disfrutado al máximo de mi celebración favorita.
Paula Rebullida
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